(Antes que nada llevaba todo el mes queriendo hacer un relato humorístico sobre el que me ha tocado al darle al azar, pero ha salido algo bien distinto. Y es posible que tenga trigger en alguien así que abstenerse quien tenga problemas con maltrato, aunque no lo menciono explícitamente).
3. Escribir un relato que empiece con «Estoy en el fin del mundo…»
El fin del mundo
Estoy en el fin del mundo aunque esté en el cole, como un día normal, como ayer que estaba feliz, despreocupado, sin miedo a nada y con toda la vida por delante, como dirían los mayores.
Pero hoy no es un día normal y no debería de tomarse tan a la ligera, no debería de estar aquí aparentando normalidad con los demás, fingiendo estar feliz con una sonrisa pegada a mi cara.
Debería estar con mamá abrazado a su barriga como las noches sin dormir por las pesadillas que al lado de esto son chistes de mal gusto, como esos chistes que a veces murmuran los mayores en susurros, para ellos mismos, cuando paso cerca de ellos y se piensan que no les oigo, pero sé perfectamente que han dicho algo sobre mamá y su apariencia porque no son nada sutiles y se mofan continuamente de ella, de nosotros.
Le dije a mamá que no quería irme, que necesitaba pasar aquel último día en casa, con ella. Le dije que no me encontraba nada bien. Fingí tener una enfermedad rara, desconocida para el mundo, de esas que tienen que llevarte a ese gran edificio blanco lleno de gente que viste continuamente en pijama, pero no me creyó, debí simplemente quedarme con un dolor de estómago, difícil de detectar con fiebre, fácil de creer.
Las horas pasan y mis compañeros tratan de animarme, me preguntan todo el rato qué es lo que me pasa pero no soy capaz de comunicarles la horrible noticia por la que estamos pasando y por la que no son conscientes. No quiero destrozarles la poca felicidad que les queda, de la que aún pueden disfrutar al no saber lo que yo sé.
El recreo llega y con ello la mitad de la mañana, me tiemblan las piernas y le pido a la seño no salir, necesito quedarme aquí. Necesito saborear la poca seguridad que aún tengo aquí y la libertad frente a lo desconocido, al gran más allá. Me quedo en el silencio triste y áspero que nos envuelve al aula y a mí, y comienzo a llorar.
Al principio sin ser consciente, una lágrima pequeña y ligera que sale de mi ojo izquierdo que se deja caer sin apenas rozar mi piel y luego el resto como una jauría de perros desbocados que quieren cazar a la fugitiva lágrima en mitad de la noche. Inmediatamente, siento cómo me quiebro, cómo algo en mí se retuerce y tengo que taparme la boca y apretar la mandíbula para no chillar, para no alentar al resto.
Detesto cuando se preocupan en exceso como si preocuparse pudiera solucionar las cosas, cuando a menudo las empeoran. Mamá lo sabe y yo también, a ella aún le estaba costando dormir. Se levantaba a horas raras, cuando creía que yo dormía, a vigilar la casa y a comprobar que la puerta estaba cerrada. Yo la sentía irse y hasta que no olía su perfume cerca no me destensaba
Cuando el timbre chilla anunciando que ha acabado la última hora del día yo me apego a mi pupitre, noto cómo todos recogen rápido y cómo la seño les dice que tengan cuidado, que no se tropiecen, que bajen las escaleras de forma segura. No se ha dado cuenta de que no he salido, de que aún estoy sentado, muerto de miedo, aferrado al cacho más cercano de la pata de mi pupitre. Quiero ser invisible y que no me vea, quiero hacerme pequeño, mucho más pequeño de lo que ya soy y de lo que ya me siento, para que no me detecte, para que no me pregunte qué me pasa, de qué tengo miedo.
Suspira. Siento un suspiro largo entre los gritos de mis compañeros que se mezclan con los gritos de niños de otras aulas, y aunque no es tan alto ni tan agudo, lo siento mucho más nítido y más certero. Se acerca y yo escondo como puedo mi cara, no quiero que me vea, aunque sienta que ya es tarde.
—Veo que alguien se ha olvidado sus cosas, tendré que guardarlas para mañana —dice con un tono alegre, sincero.
Noto cómo se acerca lentamente y con seguridad coge mis cosas y las guarda en mi mochila mientras canturrea una canción, de esas que inventamos en clase el primer día que sonreí. Siento un cosquilleo al recordar ese día y tiemblo, todo mi cuerpo tiembla. Jamás debí acostumbrarme a la sensación de seguridad, de estar a salvo, porque ahora todo se va a ser mucho más difícil.
Pero la seño como si tuviera algún superpoder, alguno que tenga que ver sobre saber qué necesito, cuando ni yo mismo lo sé, me abraza y yo me desmorono en ese abrazo como los edificios de madera que construía en preescolar y que al quitarle un pilar no muy necesario a simple vista se caía con un estruendo tan grande como el que estoy armando con mis sollozos. Ella no me chista para que me calme, ni para que me calle sino que me abraza más fuerte y grita conmigo. Pasamos varios minutos así, abrazados por nuestros gritos y los brazos del otro. ¿Puede ser la seño quien se quede en nuestra casa? La cambio por el monstruo que nos apuñala noche tras noche en nuestros recuerdos.