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Reproducción en cola

Reproducción en cola

«¿Qué viene ahora? ¿Y en la siguiente?»
Las horas pasan y realmente no se avanza, quizás no es el momento, ya habrá otro, quizás en otro minuto.

Pausa y vuelta a empezar.

Las horas pasan y realmente no se avanza.
Quieto en medio de la nada. Escuchas susurros, escuchas pasos. Nada está ocurriendo y sin embargo, todo sucedió.
Las calles están malditas de esa desilusión. Tiemblan tus piernas y el suelo se quiebra.

«¿Qué viene ahora?»

El vacío se abre camino, tiene hambre, lo devora cual agujero negro. Ahora vendrá el caos, el descontrol.

«¿Y en la siguiente?»

La pesadez. Esa losa que cargas en tu espalda, que piensas que ha de vivir en alguna pared. Esa pieza que te destroza, que te mutila.
Las horas no pasan y todo avanza.
Eres el tiempo muerto que nunca existió, la niebla avanza y pronto todo acabará.

«¿Qué viene ahora? ¿Y a la siguiente?»
Sus voces ya te acompañan y ya te da igual. Hay algo varado y no sabes qué es. No sabes lo que vino antes, ni lo que está sucediendo. No hay conexión, no hay nada que te lo recuerde.

Jueves noche

—Y ahí estaba ella, la más bella, la más enigmática… ¡la gran nevera! Pablo se abalanzó contra ella, había encontrado el amor de su vida —hizo una pausa un momento para coger aire— y además podría usar el descuento que su madre le había dado.

—Oh, no, por favor, ¿pero qué descuento? ¿Eso no era de otra historia? —Gritó el elfo.

—Realmente —Ershin alzó el dedo para puntualizar sus palabras— debe hacerlo, te recuerdo que «descuento», por doce puntos por sí sola, pero subida por los multiplicadores suma ciento diecisiete, además tiene que usarla siempre por haber caído en triple de palabra —carraspeó—. Y en la misma frase. Por eso se insistió en que se tenía que estar segure. Pero como tiene coherencia y además —Ershin pidió a Pablo sus notas, quien se las pasó entusiasta de que le dieran la razón—, sí, ¿ves? Le ha tocado el surrealismo. Muy bien, Pablo.

—La próxima vez podrías no usar la romantización con objetos —gruñó Tirnaz. Pablo le cedió el turno a su compañero. El elfo enarcó una ceja y luego miró a su alrededor, era cierto, le tocaba a él. Suspiró y abrió su cuaderno y tragó saliva con duda—. Los ruidos se oían por toda la casa, húmedos, voraces, incansables. El plato tañía contra la pared, con un sonido metálico e hipnótico. —Intentó hacer lo que a Pablo se le hacía tan bien, crear ambiente con el sonido de sus palabras, pero que a él, entre el género de terror y el ambiente, se le daba francamente mal. No quería haberle dado la razón a Pablo sin luchar, pero su lucha había sido nefasta, una vergüenza—. El perro jadeaba exhausto tras zamparse una olla de potaje.

Tirnaz cerró el cuaderno lleno de sudor y bajó la mirada lleno de vergüenza. Pablo le cogió la mejilla y se la acarició con ternura.

—Lo has hecho bien. —Tirnaz dejó salir una tímida sonrisa que luego borró al instante—. Para no ser tu género, quiero decir, vaya.

Vane le pateó la espinilla a Tirnaz por accidente, se disculpó y como vio que su primo tenía las piernas subidas en el asiento de la silla optó por la vía más efectiva: se levantó rauda y veloz y le profirió una colleja. Todos rieron, todos salvo Tirnaz que seguía sumido en sus dudas.

—Era jueves noche y todos en la casa habían quedado para jugar a un juego. El que ganara se comería el último pedazo de pizza. Por lo que el concurso de cuál era el florero más prometedor empezó. El juez Bigotitos se paseó por toda la encimera, escudriñaba en busca del último defecto, los olía, los palpaba y los fue tirando uno a uno contra el suelo, examinaba incluso cómo los trozos desperdigados por el suelo describían formas, mundos de cristal, porcelana y piel. Se detuvo frente al de piel «sabe a pollo» pensó el juez Bigotitos.

Cuando Vane terminó su relato, nadie consiguió decir nada al respecto los primeros minutos.

—¿Pero, qué? —Era lo único que Tirnaz consiguió decir.

—¿Qué? También me tocó surrealismo, ¿recuerdas?

—Menuda familia… —murmuró Ershin para sí—. Bueno, Elodía, te toca. ¿Erótica, no?

Elodía asintió. El anterior le había salido a lo mejor, un poco humorístico, pero temía por esta ronda. Igual si se hubiera arriesgado un poco más en la primera fase… Pero de nada servía lamentarse ahora. Bebió agua y empezó:

Tres eran las veces que habían quedado, y todavía no había sido capaz de tener un orgasmo. —Tirnaz se rio por la nariz—. No sabía qué había de malo en ella, su amante hacía todo lo que le pedía, habían probado todo tipo de estilos, de posturas. No es que no le excitara, le ponía mucho. Sentía un ardiente deseo con tan solo que le susurrara en el oído, su pene se levantaba imponente cuando le besaba en el cuello y cuando ella la azotaba en cada arremetida, sentía que podría ser, pero nunca lo conseguía. —Elodía se llevó la mano a los ojos tras quitarse las gafas—. Lo siento, es horrible, lo sé, pero la erótica es mi antigénero para escribir. Entendería si no me volveríais a hablar.

—Perdón yo por reírme, es que fue muy sorpresivo. No te voy a dejar de hablar y menos después de los míos, no te preocupes.

—Bueno, estamos para escribir y disfrutar. No pasa nada, Elodía, no es un concurso por quién escribe mejor. Ni siquiera es un concurso. Venga, Ershin, alégranos con tu hopepunk.

Ershin le miró dubitativo. Le había dado tiempo a escribir dos ideas, una a cual más alocada que la anterior. Como dijo Pablo estaban para divertirse así que eligió.

—Saqué de la nevera el esmalte de uñas que no había tocado uña alguna, ni iba a empezar en ese momento. El florero estaba quedando precioso, con la mezcla de todos los botes caducados que había estado almacenando sin tener ni idea de qué hacer con ellos. La fiesta habría empezado a las tres de ese mismo día, si no hubieran muerto todes, si no viviera sole.

Ershin miró a su alrededor y esbozó una sonrisa amarga al ver las fotos de sus amistades en el sitio donde solían estar. Sintió una punzada en el corazón, quizás había sido mala idea, pero era jueves noche y había una tradición que cumplir.

Adrián Sanchís dio voz al relato y lo podéis escuchar en ivoox.

Los recuerdos

Anoche antes de decidirme a dormir se me vino la primera frase, y me dije «vamos a escribirla» y después vino todo lo demás. Espero que os guste, o al menos os entretenga como a mí me entretuvo.

Los recuerdos

—¡La nostalgia cuesta dinero! —inquirió dando un golpe en el mostrador.
—¿Dinero? La nostalgia cuesta recuerdos —murmuró ella y guardó el bote de nuevo bajo el mostrador.
—El dinero tiene un valor… —explicó sin que nadie se lo pidiese. Algunos tenían síndrome de maestro.
—El valor es algo mundano. Cambia según quién lo aprecie.

Tamborileó los dedos, cansada. Aquella charla no iría a ningún lado, y a ese tipo ataviado con una gabardina cara no le parecía importar. Claro, no tendría ningún trabajo con el que ganarse la vida, probablemente habría nacido con la vida resuelta. «Qué triste», pensó meneando la cabeza. «Vivir en una burbuja quebradiza y que te quiten todas las herramientas para desenvolverte cuando esta se rompa».
—Cambia con el tiempo. —Le sacó de sus pensamientos, cierto, seguía ahí, creyendo tener razón. Y ojalá solo fuera eso, era un colonizador de pensamientos, iluminador en los puertos. Algunos barcos quedarían cegados con su dialéctica, pero ella no pensaba atracar en un lugar que olía a cerrado.
—¿El tiempo? No existe.
—Pero qué está usted diciendo.
Enarcó una ceja, «usted». No se llevarían muchos años entre sí, de hecho ella estaba segura de que él sería mayor, aunque fuera un par de años. «Usted» volvía a metérsele bajo la piel, como una criatura que quisiera saciarse con sus entrañas. Se rascó los brazos, nerviosa.
—No entiende nada de la vida —sentenció a riesgo de que no se fuera nunca de allí—. Valor, tiempo, ¿qué será lo siguiente? Debería volver a la escuela. A menudo quien trata de dar lecciones, es quien más debería estudiarlas.
—Pero… ¡habrase visto! —Un proyectil de saliva salió junto a sus palabras, directo y cálido, aterrizó en su mejilla. Sin mucho disimulo ella sacó un pañuelo y se limpió sin cambiar su cara en la que aún se reflejaba serenidad—. No he venido aquí para me falten al respeto.
—¿Se ofende?
—No, quién se ha ofendido es usted.
Eso no tenía ningún sentido. ¿Acaso sería un mecanismo de defensa? ¿De ataque? Ataca a tu adversario usando una lógica descabellada, se hace más fuerte si previamente ha habido una conversación larga y desesperante. Acumula puntos para el siguiente turno, en cuyo caso exista y no haya caído ante sus brazos, encandilada su presa por sus conocimientos. Dichos puntos se podrán canjear por el super poder más poderoso de todos, el «quita que tú no sabes» definitivo.
—Yo no me he ofendido. Pero parece estar a punto de estallar: su cara roja, la vena a punto de reventar…
—¡No me conoce!
—Ninguna gana tengo.
—Yo he sido…
—Le he dicho que no tengo ganas de conocerlo —hasta ahí podría llegar—, no me cuente su vida.
—¡Otra vez me ha faltado al respeto! —Rojo como un tomate modificado para ser cegadoramente rojo y con esa voz chillona de crío pequeño con una pataleta, que no sabe estar porque nunca se lo han enseñado. Porque él había sido el centro de un universo donde el aire era bien diferente. Y ahora se asfixia porque tiene que volver a respirar, le ahostian como si volviera a nacer y en vez de repetir el proceso de llorar para que el aire entre, se mantiene. Cree verse fuerte, pero los tomates se pudren rápido y se agrietan con cualquier tipo de rasguño.
—Le he dicho que no me interesa su vida. —Ella viste una sonrisa interna, agradece la gran diferencia que hay entre les dos. Habla pausadamente porque no tiene ninguna razón por la cual chillar, como él. Su orgullo no está herido, lo que se le resiente es otra cosa—. Está ocupando mi hora de trabajo, no cobro por escuchar su sermón. Acuda a un psicólogo si quiere ser escuchado, o háblale a los muñecos si no quiere un diálogo. Pero no venga a quitarme horas de trabajo.
—¿Trabajo? Si es un mal vendedor.
—Yo no vendo nada.
—No si visto está…
—Le he dicho que no soy un vendedor. Yo fabrico cosas.
—Y cómo se gana la vida.
—Se lo he dicho, fabrico cosas. —¿Cómo podía existir gente que de veras no oyera lo que le dicen?
—Y luego se las venderá a alguien.
—Le he dicho que no me dedico a vender.
—¿Y cómo cobra?
—Con los recuerdos.

¿Qué te hace sonreír?

5. Empieza tu relato con una pregunta y acábalo con la respuesta.

«¿Qué te hace sonreír?»

«¿Qué te hace sonreír?». Llevo horas mirando el techo haciéndome esa pregunta y no hay forma posible de responderla.

Los gritos de mis compañeros de piso vuelven a interrumpir mi hilo de pensamientos. No sé cuál es el problema ahora, quizás y solo quizás, el problema sean ellos. Tal vez sea mejor salir a la calle y que la noche me envuelva, ser invisible eso estaría bien o que las cosas me resbalaran… Tal vez así además consiga respirar.

La noche es fría y aún hay gente paseando por la calle. Noto cómo un grupo de jóvenes de mi edad me sigue con la mirada, y automáticamente tiemblo, ante la idea de que puedan estar apuntándome con el dedo y mofándose. Me tranquilizo pensando en la pregunta que lleva horas atormentándome. ¡Pero sus risas!, oigo sus risas y ese adjetivo que siempre me han impuesto. Al mismo tiempo también oigo un frenazo cercano y una leve mueca se asoma en mi cara pensando que tal vez tengan algo que ver.
Me dejo guiar por todas las veces que he tenido ganas de que todo acabase con la muerte, y llego a los recreativos. Hacía tiempo que no entraba. Escojo una máquina al azar y empiezo a jugar.

Jugar no es como montar en bici, pierdes la práctica, pierdes los reflejos. Y empiezas a perder las vidas por mucho esfuerzo que pongas. Deja de importarte cuando a cada inicio de vida en tu mente les llamas a todo con lo que te irrita en la vida: la gente que te señala y se burla de ti, tus compañeros de piso que se odian tanto que están con gente que no soportan, los conductores que no ponen el intermitente, los microclimas que te destrozan los planes, los planes que se rompen, tu familia y a veces tú también. Sonrío al pensar cómo todo se destroza, cómo revienta en una piñata de vísceras, cómo comienzo a respirar, cómo encuentro sentido a todo lo que me rodea. Tengo una oportunidad para ganar el juego, para pasar al otro lado de la acera, pero a esta vida la llamé Expectativas y no estoy dispuesto a dejarla viviendo. Cuando el coche choca contra ella me siento libre, como nunca lo había sido.

¡He perdido! Y no puedo dejar de sonreír, por el orgullo que siento elevo los brazos y alguien se me acerca y murmulla algo entre decepción y burla. Pero me da igual, Expectativas ha muerto, su sangre aún está cubriendo toda la carretera y nadie acude a reanimarla.
Salgo a la calle. El mismo grupo sigue sentado pero ya no me importa, ya no siento sus dedos como cuchillos sino como trozos de plastilina. Ya no oigo siquiera sus palabras porque han muerto.
Llego al piso y siguen gritándose. Antes de cerrar la puerta de la calle, uno me arroya a su paso tras dar un portazo en su cuarto. Yo cierro la puerta sin inmutarme. Sigo sonriendo. Recordando la sangre, recordando cómo se lo llevó por delante.

Me meto en mi cuarto y cojo el formulario de actitud, junto a «¿Qué te hace sonreír?» y escribo: Ver vídeos de gatitos.

Mala enseñanza

4. Escribe una historia sin usar el verbo «tener» en ninguna de sus conjugaciones

Mala enseñanza

Había tres torres blancas como las nubes que no están por descargar en lo alto de una montaña, cerca de un risco. En la que primero se construyó vivía Jazarah, una señora bien entrada en años que se asfixiaba viviendo en los pueblos. Se decía que había sido una gran hechicera en sus tiempos mozos y debía de serlo, pues en uno de sus últimos viajes había llevado consigo dos infantes que había traído al risco, alejados de todos.
De la noche a la mañana habían nacido dos torres más y se habían ido irguiendo con el paso de los años, conforme los dos pequeños iban cogiendo edad.

Cuando Benazir no pudo más cogió su cayado y se fue sin mirar atrás. Echaba de menos pisar la tierra, su olor agrio, el piar de las aves, observar cuán amplio era el mundo. No dijo nada a Jazarah, ni a aquel chico callado cuyo nombre desconocía por completo pero que en su torre le había puesto el nombre de Eurig, por el brillo que su torre desprendía cada mañana. ¿Qué iba a decirles? ¿Que no la esperasen despierta?

Jazarah la había recogido de las calles cuando no había tenido a nadie, y se lo había agradecido con sus ojos tristes llenos de suciedad. Pero no le había visto sentido a quedarse más tiempo en aquella torre, sin hablar con nadie salvo con su propia voz interior. En su torre poseía libros de estudio, una temperatura adecuada, agua y comida. Pero no había cabida para el mundo exterior, una conversación, las risas… y lo echaba de menos.
Sabía que el mundo era peligroso, lo conocía mejor que nadie pero estaba dispuesta a correr ese riesgo y a que el mundo la devorase, porque le parecía menos angustioso que seguir sumergida en el silencio ordenado de la torre.
Había tratado de hablar muchas veces con Eurig, de torre a torre, pero el chico la había ignorado por completo y ver su rostro imbuido en tinieblas no le había dado más ganas de insistir. Así que solo le quedaba el ancho mundo, su antiguo hogar, ese que había cambiado de sitio varias veces así como de tamaño y color.

Los primeros aldeanos que vio ya le parecieron extraños en sus ropajes, también en su manera de hacer y en su forma de hablar. A ella la veían como un atractivo turístico e iban a hacer reverencias tontas, torpes y hasta burlonas.
Pronto, comprobó que los años que había pasado en las torres habían pasado demasiado deprisa en el exterior y en cuanto trató de volver a ellas no le fue posible porque se perdió. Finalmente, tal y como había temido, el mundo terminó por consumirla, alimentándose de su inocencia y su vitalidad. Nunca más se supo más de ella.
Jazarah desde lo alto de su torre observó cómo su aprendiza no había aprendido absolutamente nada en todos aquellos años, aunque lo que no sabía era que aquel al que Benazir había nombrado como Eurig hacía años que vagaba por el mundo de sus sueños, nutriéndose de las palabras que él mismo escribía con su sangre como tinta.

Estoy en el fin del mundo

(Antes que nada llevaba todo el mes queriendo hacer un relato humorístico sobre el que me ha tocado al darle al azar, pero ha salido algo bien distinto. Y es posible que tenga trigger en alguien así que abstenerse quien tenga problemas con maltrato, aunque no lo menciono explícitamente).

3. Escribir un relato que empiece con «Estoy en el fin del mundo…»

El fin del mundo

Estoy en el fin del mundo aunque esté en el cole, como un día normal, como ayer que estaba feliz, despreocupado, sin miedo a nada y con toda la vida por delante, como dirían los mayores.

Pero hoy no es un día normal y no debería de tomarse tan a la ligera, no debería de estar aquí aparentando normalidad con los demás, fingiendo estar feliz con una sonrisa pegada a mi cara.

Debería estar con mamá abrazado a su barriga como las noches sin dormir por las pesadillas que al lado de esto son chistes de mal gusto, como esos chistes que a veces murmuran los mayores en susurros, para ellos mismos, cuando paso cerca de ellos y se piensan que no les oigo, pero sé perfectamente que han dicho algo sobre mamá y su apariencia porque no son nada sutiles y se mofan continuamente de ella, de nosotros.

Le dije a mamá que no quería irme, que necesitaba pasar aquel último día en casa, con ella. Le dije que no me encontraba nada bien. Fingí tener una enfermedad rara, desconocida para el mundo, de esas que tienen que llevarte a ese gran edificio blanco lleno de gente que viste continuamente en pijama, pero no me creyó, debí simplemente quedarme con un dolor de estómago, difícil de detectar con fiebre, fácil de creer.

Las horas pasan y mis compañeros tratan de animarme, me preguntan todo el rato qué es lo que me pasa pero no soy capaz de comunicarles la horrible noticia por la que estamos pasando y por la que no son conscientes. No quiero destrozarles la poca felicidad que les queda, de la que aún pueden disfrutar al no saber lo que yo sé.

El recreo llega y con ello la mitad de la mañana, me tiemblan las piernas y le pido a la seño no salir, necesito quedarme aquí. Necesito saborear la poca seguridad que aún tengo aquí y la libertad frente a lo desconocido, al gran más allá. Me quedo en el silencio triste y áspero que nos envuelve al aula y a mí, y comienzo a llorar.

Al principio sin ser consciente, una lágrima pequeña y ligera que sale de mi ojo izquierdo que se deja caer sin apenas rozar mi piel y luego el resto como una jauría de perros desbocados que quieren cazar a la fugitiva lágrima en mitad de la noche. Inmediatamente, siento cómo me quiebro, cómo algo en mí se retuerce y tengo que taparme la boca y apretar la mandíbula para no chillar, para no alentar al resto.

Detesto cuando se preocupan en exceso como si preocuparse pudiera solucionar las cosas, cuando a menudo las empeoran. Mamá lo sabe y yo también, a ella aún le estaba costando dormir. Se levantaba a horas raras, cuando creía que yo dormía, a vigilar la casa y a comprobar que la puerta estaba cerrada. Yo la sentía irse y hasta que no olía su perfume cerca no me destensaba

Cuando el timbre chilla anunciando que ha acabado la última hora del día yo me apego a mi pupitre, noto cómo todos recogen rápido y cómo la seño les dice que tengan cuidado, que no se tropiecen, que bajen las escaleras de forma segura. No se ha dado cuenta de que no he salido, de que aún estoy sentado, muerto de miedo, aferrado al cacho más cercano de la pata de mi pupitre. Quiero ser invisible y que no me vea, quiero hacerme pequeño, mucho más pequeño de lo que ya soy y de lo que ya me siento, para que no me detecte, para que no me pregunte qué me pasa, de qué tengo miedo.

Suspira. Siento un suspiro largo entre los gritos de mis compañeros que se mezclan con los gritos de niños de otras aulas, y aunque no es tan alto ni tan agudo, lo siento mucho más nítido y más certero. Se acerca y yo escondo como puedo mi cara, no quiero que me vea, aunque sienta que ya es tarde.

—Veo que alguien se ha olvidado sus cosas, tendré que guardarlas para mañana —dice con un tono alegre, sincero.

Noto cómo se acerca lentamente y con seguridad coge mis cosas y las guarda en mi mochila mientras canturrea una canción, de esas que inventamos en clase el primer día que sonreí. Siento un cosquilleo al recordar ese día y tiemblo, todo mi cuerpo tiembla. Jamás debí acostumbrarme a la sensación de seguridad, de estar a salvo, porque ahora todo se va a ser mucho más difícil.

Pero la seño como si tuviera algún superpoder, alguno que tenga que ver sobre saber qué necesito, cuando ni yo mismo lo sé, me abraza y yo me desmorono en ese abrazo como los edificios de madera que construía en preescolar y que al quitarle un pilar no muy necesario a simple vista se caía con un estruendo tan grande como el que estoy armando con mis sollozos. Ella no me chista para que me calme, ni para que me calle sino que me abraza más fuerte y grita conmigo. Pasamos varios minutos así, abrazados por nuestros gritos y los brazos del otro. ¿Puede ser la seño quien se quede en nuestra casa? La cambio por el monstruo que nos apuñala noche tras noche en nuestros recuerdos.

El robo


2. Escribir un relato sin adverbios -mente.

El robo

Cuando vives en una villa lejos de otro tipo de civilización, vives a la sombra de las hazañas de tus parientes. Van pasando los años y todos tus vecinos tienen el ojo puesto en ti. Te acechan para que des lo mejor de ti, para que superes sus expectativas.

Da igual los planes que tú tuvieras para tu vida. Da igual que no quisieras arruinar la vida de nadie. Mientras que toda la villa era buscada por el resto del mundo por sus fechorías, yo solo quería pintar.

Por ello decidí hacer algo por lo que mis padres estarían orgullosos de mí. Una tarde en la que el sol estaba en lo alto, acechante desde su puesto, me colé entre el botín de las hermanas Alastair. Eran las más conocidas a nivel internacional, se contaban leyendas que hacían fantasear a los niños y sonreír a los ancianos de puro orgullo. Pero lo que me llevó a inspeccionar su tesoro, que por cierto era enorme, fue el hecho de haber escuchado que incluso habían robado libros. Libros. En aquellos tiempos solo de pensar en libros se me hacía la boca agua.

Sin embargo, cuando entré vi de todo menos libros. Vi espadas, ropa, joyas, fotografías, documentos sueltos,… Y objetos extraños. Tropecé entre las alfombras enrolladas de terciopelo anaranjado y las cortinas ensangrentadas y creé tanto estropicio y tanto ruido que no tuve otra que marcharme de allí cogiendo, sin querer, un pedrusco gris sucio.

Agradecí, eso sí, y aún lo sigo agradeciendo que tuvieran los ojos puestos en mí por la fama de mis parientes porque me ayudó a aprender a huir, a ser ligero como un puma en la noche.

No paré de resbalarme entre las sombras de la villa hasta que llegué a mi lugar favorito en el mundo: a orillas del río. Se deja correr a la izquierda del pueblo, creando una hondonada tan profunda que nadie, salvo nosotros, tiene las agallas de cruzar.

Recuerdo que cuando por fin llegué allí me di cuenta. En mi mano izquierda allí estaba, aquel pedrusco. Me pregunté por qué narices habían robado una piedra del camino. Robarle a la naturaleza estaba demasiado chupado. «­¿Qué hacían villanas de su nivel robando algo tan simple?», sé que pensé. Así que empecé a inspeccionarlo. Debía de ser algo importante.

En el momento en que me puse a preguntar sobre cuántas piedras preciosas existían, aquel objeto empezó a brillar y en mi mente apareció la respuesta. Como un soplo de aire limpio vino y se quedó a vivir en mí. Por si acaso, se me ocurrió preguntarme sobre qué era el chocolate. Y se dibujó en mi mente una noción alejada de lo que yo jamás pudiera decir. Un alimento tanto dulce como empalagoso, que te embadurna la boca como si fuera barro cremoso y por el que se han librado eternas peleas.

Aquella piedra tenía un poder maravilloso y yo me quedé durante días preguntándole cosas del mundo. Cuando ya no se me ocurría qué más cosas preguntarle decidí que ya era suficiente. Hasta que recordé qué fue lo que hizo que me la cruzó en mi vida. Y le pregunté nociones sobre pintar. Me habló proyectando su eterna sabiduría sobre los distintos trazos, sobre las diferentes herramientas para llevarlo a cabo.

Cuando ya creí hacerme con la teoría, me aislé en mi cuarto. Al principio yo no me daba cuenta, ¡estaba demasiado concentrado!, pero por cada trazo la piedra volvía a iluminarse como si me preguntara a qué sabe el cielo o cómo será el mundo dentro de mil años. Hasta que no terminé mi primera pintura no me di cuenta. Había dibujado un bola extraña aplanada por los lados sobrevolando por encima de una ola alta que estaba a punto de devorar a una pareja.

No entendía por qué se iluminaba, cuando lo comprendí ya era demasiado tarde. Cada vez que hacía uso de los conocimientos que la maldita piedra me había proporcionado a mi alrededor la vida se acababa. Primero fueron mis padres, murieron en el acto sucumbidos por una fuerza inexplicable. Más tarde fueron mis primos. Algunos pensaron que se trataba de una plaga y huyeron de la villa, no pudieron huir muy lejos. No hay escondrijos para la piedra que todo sabe y a todo se lleva.